viernes, 17 de agosto de 2012

Requiém.


 RÉQUIEM
Por: Luis Esteban Santos Rodríguez

Cuando el día llegue, cuando poco a poco y uno a uno (los que me quieren y los que no) se vayan enterando del hecho, cuando mi cielo se oscurezca o se ilumine para siempre, cuando sea lo que fue mi vida, el motivo que despida una lagrima que luego de rodar por una mejilla caiga al suelo como gota de lluvia que se precipita sobre el asfalto o sobre la acera que hoy cuente historias interminables de enamorados que se pierden en abrazos y besos que hacen olvidar las despedidas a las que mata para siempre el punto final.

Cómo será cuando el último haz de luz brille en mis ojos y los deslumbre para siempre, cuando sepa aquella que me amó que aquel al que ella llamó el último beso en realidad lo fue, cómo será cuando en casa sepan que definitivamente no volveré, cuando aquel que me ordenó callarme se de cuenta de que no volverá a escucharme discutir.

Qué habrá para mi cuando no haya más aire que me nutra, cuando el corazón desista de seguirme haciendo vivir, cuando deje de dolerme todo, cuando no me lastime el pasado, cuando elimine la añoranza de la infancia, cuando desaparezcan eternamente mis necedades y por fin pueda mi cuerpo garantizar que no llorará jamás.

Qué pensarán aquellos que lean lo que estas líneas dicen; lo que yo digo en estas líneas, qué pensarán cuando ya no esté, cuando no les quede más que pronunciar lindas palabras por lo que fui, cuando sientan dolor los que en realidad me quieren y piensen que soy parte del viento y del aire que respiran, qué pensarán las plantas que regué, el piso que tanto tiempo me sostuvo y que en mis caídas jamás permitió que me fuera más allá, a donde el abismo me atraparía.

No estoy listo para ese día; lo confieso, pero sé que llegará y no lo busco, pero cuando ya esté aquí, lo aceptaré como la derrota de perder lo único que tenía o quizá lo agradeceré y disfrutaré como aquel precioso regalo que consigue siempre el que ha llegado a la meta.

Aún no sé cuando será aquel día, pero quisiera que fuera como hoy que no tengo rencor alguno hacia nadie, que valoro igual la tristeza y mis alegres momentos, que aprecio el frío que es amigo del calor y cuando son aliados me tienen como en este instante sumergido en esta tan acogedora y tibia paz, me gustaría sin duda alguna que aquel día en el que se apaguen mis ojos definitivamente, mis amigos sepan que les perdoné las bromas que me hicieron enfadar, el daño que me hicieron cuando se olvidaron de mi; teniéndome cerca, que acepten las disculpas que siempre traté de cargar de sinceridad, que siempre les agradeceré el tiempo y la paciencia que me entregaron cuando mis palabras necesitaban un oído a donde refugiarse.

No estoy listo y tal vez nunca lo estaré, pero me gustaría disfrutarlo como he disfrutado mi dolor, pero no hablo del dolor físico; que siempre pasa, el dolor del alma que nadie ve, que nadie entiende, que involucra todo, que llora por dentro, que llora solo, el que se angustia, que despide adrenalina, el dolor.

Desde luego que me arrepentiré, me arrepentiré de todo eso que no hice, de haberme callado tantas veces el “te quiero” ; al que se le antepuso la cobardía, de haber dejado morir el único amor sincero que vi nacer, de haber dejado ir a todas ellas que contemplaba durante largo tiempo y no era capaz de preguntarle siquiera su nombre aun y cuando mientras las contemplaba les invente historias que nunca tuvieron fin, historias en las que siempre fui yo el que terminé por enamorarlas, les arrancaba de golpe los besos y caricias que creí necesitar, que creí merecer, o por lo menos creí que eran lindos sueños. 

Sé bien que extrañaré la casa, el cuarto, los besos de mamá, las palabras de papá, los juegos de esos locos compañeros míos de infancia; mis hermanos, todo lo que me dio aquella mujer que jamás dejaré de amar, lo que viví debajo del cielo azul de día, oscuro de noche y gris en las tardes de lluvia, a mi otra pasión y los que me conocen saben a lo que me refiero cuando hablo de aquel amor incondicional, paciente, doloroso, orgulloso, amarillo.

Me llevaré lo mejor de todos, sus consejos, sus reproches; que me hacían ser mejor, sus miradas, sus olores, sus pretextos, sus necedades, sus virtudes, sus defectos, sus gestos, sus momentos de vida; que en un momento fueron con mi vida iguales, la suavidad y la aspereza de sus manos, la honestidad de sus abrazos, de algunas; no mucha, la sensibilidad y el roce de sus labios, el calor y la humedad de su cuerpo, todo, lo que viví y sentí, lo que considero mío, me lo llevo.

Y en mis letras; mi refugio, dejo el alma abierta con mis torpes y listas ideas que corren en distintos momentos, con distintas intenciones, hacia diferentes lugares, diferentes personas y que se disfrazan entre angustia, tristeza, dolor, nostalgia, incertidumbre, impaciencia, traición, miedo, amor, felicidad, cariño, hermandad, amistad, lealtad, Dios.

Y sólo por ponerle fin a este laberinto de ideas, quiero decirte adiós y gracias, por soportarme hasta el final, por darte un tiempo y leer o escuchar este pretexto que consideré adecuado para agradecerte.  

miércoles, 18 de julio de 2012

EL OTOÑO DE MI VIDA. Por: Luis Esteban Santos Rodríguez


EL OTOÑO DE MI VIDA
Por: Luis Esteban Santos Rodríguez


Ha comenzado el otoño de mi vida, y bueno, ahora que mi familia me festeja un cumpleaños más he decidido tomarme un tiempo, venir y encerrarme en el estudio, que tantas y tantas veces ha sido mi refugio, lugar en el que sueño y evoco imágenes que cada vez se van haciendo más y más viejas. Ya casi se cumplen cuarenta años de que conocí el verdadero amor, y bueno, aunque me apena un poco decirlo, mi verdadero amor no es la mujer que en dos décadas y media ha sido mi compañera, la madre de mis tres hijos, a la que le debo tanto y tengo tantos días de felicidad que agradecerle. No, desafortunadamente no lo es.



No es nada nuevo lo de hoy, es decir, no me he venido a encerrar porque sí, hoy como otras tantas veces he venido a pensar en el pasado y lo miro como algo dulce que me dejo el corazón destrozado en aquel tiempo, cuando permití que entrara aquel mal viento ladrón y me arrancara del pecho el tesoro que en mi vida fue depositado por Dios, acogido por el mar, lavado muchas veces por el cielo, despertado por el sereno del amanecer, unido eternamente a mi por las mañanas, las tardes y las noches en las que nos entregamos con y sin miedo y pensamos amarnos infinito, luego vino el declive, comenzamos a ser lo que jamás seremos; enemigo uno del otro, entonces fuimos desconfiados, violentos y yo fui torpe, cobarde, ciego, hasta que la vi lejos, intente correr hacia ella pero ella quería que caminara, no lo entendí, y en mi carrera tropecé varias veces con los trozos de amor que ella iba dejando a su paso, las lagrimas en los ojos no me permitían ver que ella ya no iba sola, cuando lo noté entendí que era yo quien había hecho las cosas mal y que cada uno teníamos que cargar con sus culpas, cada uno tenía que ser responsable, pero aun así continué buscando, intentando ser diferente para recuperarla, estoy seguro de que me acerqué, pero estaba ansioso, tenía miedo de un no definitivo y si bien éste nunca llegó es porque tal vez nunca le di oportunidad de llegar.



Me llevo algún tiempo aceptar pero acepte sus palabras como razones, era así entonces como luego de siete magníficos años tendría yo que caminar sólo y lloré, lloré mucho porque entendí que había perdido de verdad lo que más amaba y sé que no fue él quien me la quito, fui yo el que no supo retenerla, la ahuyenté, exageré en la seguridad de tenerla, la creí incondicional, mía eternamente y me faltó tacto para averiguar sus dolores, sus pesares, sus miedos; dentro de los que me incluyo, me perdió la confianza, pero estoy seguro de que hoy, después de que han pasado treinta años, no ha pasado un día sin pensar en mi, por un olor, por una risa, por un suspiro, por una caricia, por una gota de lluvia, por un susurro del viento en su oído, y sé que deseó y desea aún luego de más de tres décadas que sea mi voz la que se escucha del otro lado del auricular.



Fue un largo proceso aquel, el de olvidar o más bien era recordar sin dolor, perdonar, ocupar el tiempo en otras personas, en otros asuntos, tratar de conciliar el sueño y dormir más de cuatro horas.



Hasta que por fin deje que entrara ella, que con detalles, apapachos y esa belleza irradiante que a cada día venía a deslumbrarme, me hizo sentir confiado y seguro, me tendió su mano y abrió el corazón para mí sin esperar nada a cambio y yo le entregue honestidad, dignidad y mucho cariño, jamás he llegado a amarla como ella lo merece, pero lo he intentado y me preocupo por ella y por los bebés que ya son grandes, he tratado cada día de entregar lo mejor, de ser un padre ejemplar, de ser un excelente marido y... no se, quizá hasta he sido un ejemplo para otros hombres.



Fue en su cumpleaños numero veintitrés el día que decidí dejar de verla, acababan de pasar los días santos y sin avisarle nada me separé sin saber que era para siempre de su vida.



Luego, unos siete u ocho años después la vi en el aeropuerto; ella cargaba una niña, seguía siendo hermosa como cuando la conocí, sus ojos seguían brillando como siempre y aún hoy cuando evoco su imagen puedo percibir ese brillo deslumbrante de las dos hermosas estrellas que iluminaban su rostro, ella no me vio o por lo menos eso creo, pero esa fue la última vez que la vi.



Es muy fácil para un hombre abandonarse; yo estuve a punto de hacerlo, pero lo que no es fácil es luchar por uno mismo, tal vez yo no lo hubiera logrado sólo, sin la ayuda de ella; mi esposa, acompañante fiel, amiga incondicional y responsable de hacer que yo esté en pleno otoño de mi vida.

viernes, 18 de mayo de 2012

MUERTE Por: Carlos Fuentes


MUERTE Por: Carlos Fuentes

Cuando se trata de acompañar a la muerte, ¿cuál es el tiempo válido para la vida?

Freud nos advierte que lo que no tiene vida existió con anterioridad a lo vivo. El fin de toda vida es la muerte, una reina todopoderosa que nos precedió y seguirá aquí cuando desaparezcamos. ¿Nos anunció antes de ser? ¿Nos recordará después de haber sido? O más bien, la nada que nos precedió y que nos seguirá, ¿sólo se vuelve consciente en tanto naturaleza, no en tanto nada, gracias a nuestro paso por la vida? La muerte espera al más valiente, al más rico, al más bello. Pero los iguala al más cobarde, al más pobre, al más feo, no en el simple hecho de morir, ni siquiera en la conciencia de la muerte, sino en la ignorancia de la muerte. Sabemos que un día vendrá, pero nunca sabemos lo que es. La esperamos con grados diferentes de aceptación, de furia, de tristeza, de cuestionamiento, de arrepentimiento, de eso que Xavier Villaurrutia llamaba nostalgia de la muerte. Hacemos el balance de nuestra vida, pero sabemos que el verdadero fiscal es la muerte y que su veredicto lo conocemos de antemano.



Compañera final e inevitable. Pero, ¿amiga o enemiga? Enemiga y, más que enemiga, rival, cuando nos arrebata a un ser amado. Qué injusta, qué maldita, qué cabrona es la muerte que no nos mata a nosotros, sino a los que amamos. Sin embargo, esa muerte enemiga es la que podemos vencer. A veces, en mis caminatas diarias por el Viejo Cementerio de Brompton en Londres, paso frente a un vasto terreno de cruces blancas. Contrastan con la elaboración suntuaria de la mayoría de los túmulos funerarios del camposanto. Son las sencillas cruces blancas de muchachos muertos en la Primera Guerra Mundial. Leo sobrecogido las fechas de nacimiento y muerte. No he encontrado allí a un solo joven que haya rebasado los treinta años de edad. La muerte de un joven es la injusticia misma. En rebelión contra semejante crueldad, aprendemos por lo menos tres cosas. La primera es que al morir un joven, ya nada nos separa de la muerte.



La segunda es saber que hay jóvenes que mueren para ser amados más. Y la tercera, que el muerto joven al que amamos está vivo porque el amor que nos unió sigue vivo en mi vida. ¿Son éstas, apenas, consolaciones? ¿Son triunfos sobre la muerte? ¿O, por el contrario, engrandecen su poder? La muerte nos dice: Te engañas, lo que fue ya no es. Le respondemos: Te engañamos, lo que fue no sólo sigue siendo, sino que es más que nunca. La muerte se ríe de nosotros. Nos desafía a pensar, no en la muerte del otro, sino en la propia desaparición. Nos reta a creer que la memoria de los que sobreviven será nuestra única vida más allá de la muerte. Y aunque así sea, no lo sabremos nunca.



Lo cierto es que los guardianes de la memoria irán desapareciendo también, con la falsa esperanza de que siempre habrá un testigo vivo que los recuerde. La muerte se burla de nosotros: ¿Recordamos a nuestros muertos más allá de la cuarta o quinta generación que nos precede? ¿Hay suficientes leyendas de familia, retratos de los ancestros, hechos memorables, que salven del olvido mortal a la inmensa legión de los antepasados? Después de todo, hay treinta fantasmas detrás de cada individuo.



Si muy pocos pueden rememorar en su genealogía a un héroe o a un genio, todos podemos acercarnos al gran acervo verbal de la muerte por vía de la palabra poética.



Nadie, para mí, se acerca más a mi propio sentimiento mortal que uno de los dos más grandes poetas del Siglo de Oro español (el otro es Góngora), Francisco de Quevedo. Evidencia de la muerte: «¡Cómo de entre mis manos te resbalas! ¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!... ¡Oh condición mortal, oh dura suerte! / ¡Que no puedo querer vivir mañana / sin la pensión de procurar mi muerte!» Pero evidencia, también, del amor constante más allá de la muerte: «Alma a quien todo un dios prisión ha sido... / su cuerpo dejará, no su cuidado; / serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado.» John Donne le da otro giro a la muerte temprana. La joven mujer tenía quince años, dice la Elegía, y el destino no le abrió las puertas del porvenir. Se llevó la libertad de su propia muerte, pero convirtió a cada sobreviviente en su delegado a fin de cumplir el destino que pudo ser el de ella. Victoria, así, sobre la muerte: «For since death will proceed to triumph still, / He can find nothing, after her, to kill.» Ésta es la muerte que nos pertenece a todos. La muerte compartida de la palabra que vence a la muerte. Permanece, sin embargo, el hecho de que, precedidos, o sucedidos, olvidados o recordados, morimos solos y, radicalmente, morimos para nosotros solos. Quizás no morimos del todo para el pasado, pero ciertamente, morimos para el futuro. Quizás seamos recordados, pero nosotros mismos ya no recordaremos. Quizás muramos sabiendo todas las cosas del mundo, pero de ahora en adelante, nosotros mismos seremos cosa. Vimos y fuimos vistos por el mundo. Ahora el mundo seguirá siendo visto, pero nosotros nos habremos vuelto invisibles. Puntuales o impuntuales, vivimos de acuerdo con los horarios de la vida. Pero la muerte es el tiempo sin horas. ¿Tendré más gloria que la de imaginar que mi muerte es singular, sólo para mí, butaca preferente en el gran teatro de la eternidad? Hay quienes esperan que la muerte los libere de su propia memoria. Muchos suicidas. Hay quienes lamentarán toda la vida (la que les resta) no haber prestado atención, no haber tendido la mano o escuchado a la persona que se fue para siempre. Hay el silencio del amor viril que debe esperar hasta la muerte para manifestarse, diciéndole al muerto lo que jamás, por pudor, le dijimos al vivo. Tejido de pesares y arrepentimientos que son como la segunda mortaja del muerto. Y éste, ¿habrá ejercido el derecho de llevarse un secreto a la tumba? ¿No es éste uno de los grandes derechos de la vida: saber que sabemos algo que jamás diremos? No queremos, por más negaciones y fatalidades que se acumulen sobre nuestras cabezas, por más testimonios y certezas de lo imposible que nos presente la fiscalía de la muerte, renunciar a la convicción de que la muerte no es la nada, es algo, es valiosa, aunque ella misma nos diga lo contrario. Creemos que la muerte de hoy dará presencia a la vida de ayer. Con Pascal repetimos: «Nunca digas “lo he perdido”. Mejor di: “lo he devuelto”.» Piensa que es cierto. Hay quienes mueren para ser amados más. Piensa que el muerto amado vive porque el amor que nos unió está vivo en mi vida. Piensa que sólo lo que no quiere sobrevivir a todo precio tiene la oportunidad de vivir realmente. Querer sobrevivir a todo precio es la maldición del vampiro que nos habita.



Es, también, la oportunidad erótica. En Cumbres borrascosas, Cathy y Heathcliff están unidos por una pasión que se reconoce destinada a la muerte. La sombría grandeza de Heathcliff está en que sabe que todos sus actos sociales, la venganza, el dinero, la humillación de quienes lo humillaron, el tiempo de la infancia compartido con Cathy, no regresarán. Cathy también lo sabe y por ello, porque «yo soy Heathcliff», se adelanta a la única semejanza con la tierra perdida del amor original: la tierra de la muerte. Cathy muere para decirle a Heathcliff, la muerte es nuestro hogar verdadero, reúnete aquí conmigo. La muerte es el reino verdadero de Eros, donde la imaginación erótica suple las ausencias físicas, sobre toda la separación radical que es la muerte.



La muerte, dice Georges Bataille en su maravilloso ensayo sobre Cumbres borrascosas, es el origen disfrazado. Puesto que el regreso al tiempo original del amor es imposible, la pasión de los amantes sólo puede consumarse en el tiempo eterno e inmóvil de la muerte. La muerte es un instante sin fin. ¿Por qué? Porque la muerte, radicalmente, ha renunciado al cálculo del interés. Nadie, muerto, puede decir «esto me conviene o no me conviene», «gano o pierdo», «subo o bajo». Éste es, en Pedro Páramo de Juan Rulfo, el triunfo final del novelista sobre su propio personaje cruel, calculador y, a diferencia de Heathcliff, anclado en la inmortalidad de un amor no correspondido hacia Susana San Juan. A cambio de esta derrota, Rulfo nos introduce, junto con todo un pueblo —Cómala—, a nuestra propia muerte. Gracias al novelista, hemos estado presentes en nuestra muerte. Estamos mejor preparados para entender que no existe la dualidad vida y muerte o la opción vida o muerte, sino que la muerte es parte de la vida, todo es vida. Imaginemos entonces que cada niño que nace cada minuto reencarna a cada una de las personas que mueren cada minuto. No es posible saber a quién reencarnamos porque nunca hay testigos actuales que reconozcan al ser reencarnado.



Pero si hubiese un solo testigo capaz de reconocerme como el otro que fui, ¿entonces, qué? Me detiene en una calle... antes de descender de un auto o de entrar a un restorán... me toma del brazo... me obliga a participar de una vida pasada que fue la mía. Es un sobreviviente: el único capaz de saber que yo soy una reencarnación. El único capaz de decirme: —Una vida no basta. Se necesitan múltiples existencias para integrar una personalidad.



Pero si no basta una vida para cumplir todas las promesas de nuestra personalidad truncada por la muerte, ¿corremos el peligro de irnos al extremo opuesto y creer que todo es espíritu y nada materia? Eterno aquél, perecedera ésta. ¿O es que nada muere por completo, ni el espíritu ni la materia? ¿Son similares sus desarrollos? Sabemos que los pensamientos se transmiten, más allá de la muerte. ¿Pueden transmitirse, también, los cuerpos?



Las ideas nunca se realizan por completo. A veces se retraen, invernan como algunas bestias, esperan el momento oportuno para reaparecer. El pensamiento no muere. Sólo mide su tiempo. La idea que parecía muerta en un tiempo reaparece en otro.



El espíritu no muere. Se traslada. Se duplica. A veces suple, e incluso, suplica. Desaparece, se le cree muerto. Reaparece. En verdad, el espíritu se está anunciando en cada palabra que pronunciamos. No hay palabra que no esté cargada de olvidos y memorias, teñida de ilusiones y fracasos. Y sin embargo, no hay palabra que no venza a la muerte porque no hay palabra que no sea portadora de una inminente renovación. La palabra lucha contra la muerte porque es inseparable de la muerte, la hurta, la anuncia, la hereda... No hay palabra que no sea portadora de una inminente resurrección. Cada palabra que decimos anuncia, simultáneamente, otra palabra que desconocemos porque la olvidamos y una palabra que desconocemos porque la deseamos. Lo mismo sucede con los cuerpos, que son materia. Toda materia contiene el aura de lo que antes fue y el aura de lo que será cuando desaparezca. Vivimos por eso una época que es la nuestra, pero somos espectro de otra época pasada y el anuncio de una época por venir. No nos desprendamos de estas promesas de la muerte.


domingo, 11 de marzo de 2012


Teología /1

Por: Eduardo Galeano

El catecismo me enseñó, en la infancia, a hacer el bien por conveniencia y a no hacer el mal por miedo. Dios me ofrecía castigos y recompensas, me amenazaba con el infierno y me prometía el cielo: y yo prometía y creía.

Han pasado los años. Yo ya no temo ni creo. Y en todo caso, pienso, si merezco ser asado a la parrilla, a eterno fuego lento, que así sea. Así me salvaré del purgatorio, que estará lleno de horribles turistas de clase media; y al fin y al cabo se hará justicia. Sinceramente: merecer, merezco. Nunca he matado a nadie, es verdad, pero ha sido por falta de coraje o de tiempo, y no por falta de ganas. No voy a misa los domingos, ni en fiestas de guardar. He codiciado a casi todas las mujeres de mis prójimos, salvo a las feas, y por tanto he violado, al menos en intención, la propiedad privada que Dios en persona sacralizó en las tablas de Moisés: No codiciarás a la mujer de tu prójimo, ni a su toro, ni a su asno. Y por si fuera poco, con premeditación y alevosía he cometido el acto del amor sin el noble propósito de reproducir la mano de obra. Yo bien sé que el pecado carnal está mal visto en el alto cielo; pero sospecho que Dios condena lo que ignora.


Teología /2

El Dios de los cristianos, Dios de mi infancia, no hace el amor. Quizás, es el único dios que nunca ha hecho el amor, entre todos los dioses de todas las religiones de la historia humana. Cada vez que lo pienso siento pena por él. Y entonces le perdono que haya sido mi súper papá castigador, jefe de policía del universo, y pienso que al fin y al cabo, Dios también supo ser mi amigo en aquellos viejos tiempos, cuando yo creía en él y creía que el creía en mi. Entonces paro la oreja, a la hora de los rumores mágicos, entre la caída del sol y la caída de la noche, y me parece escuchar sus melancólicas confidencias.

 Teología /3

Fe de erratas: donde el antiguo testamento dice lo que dice, debe decir lo que quizá me ha confesado su principal protagonista:

 Lástima que Adán fuera tan bruto. Lástima que Eva fuera tan sorda. Y lástima que yo no supe hacerme entender. Adán y Eva eran los primeros seres humanos que de mi mano nacían, y reconozco que tenían ciertos defectos de estructura, armado y terminación. Ellos no estaban preparados para escuchar, ni para pensar. Y yo. Bueno, quizá yo no estaba preparado parta hablar. Antes de Adán y Eva, nunca había hablado con nadie. Yo había pronunciado bellas frases, como. Hágase la luz, pero siempre en soledad. Así que aquella tarde, cuando me encontré con Adán y Eva a la hora de la brisa, no fui muy elocuente. Me faltaba práctica.

 Lo primero que sentí fue asombro. Ellos acababan de robar la fruta del árbol prohibido, en el centro del paraíso. Adán había puesto cara de general que viene de entregar la espada y Eva miraba al suelo, como contando hormigas. Pero los dos estaban increíblemente jóvenes y bellos y radiantes. Me sorprendieron. Yo los había hecho: pero no sabía que el barro podía ser luminoso. Después, lo reconozco, sentí envidia. Como nadie puede darme órdenes, ignoro la dignidad de la desobediencia. Tampoco puedo conocer la osadía del amor, que exige dos. En homenaje al principio de autoridad, me aguanté las ganas de felicitarlos por haberse hecho súbitamente sabios en pasiones humanas.

Entonces, vinieron los equívocos. Ellos entendieron caída donde yo hablé de vuelo. Creyeron que un pecado merece castigo si es original. Dije que peca quien desama: entendieron que peca quien ama.


Donde anuncié pradera de fiesta, ellos entendieron valle de lágrimas. Dije que el dolor era la sal que daba gustito a la aventura humana: entendieron que los estaba condenando al otorgarle la gloria de ser mortales y loquitos. Entendieron todo al revés. Y se lo creyeron.

Últimamente ando con problemas de insomnio. Desde hace algunos milenios, me cuesta dormir. Y dormir me gusta, me gusta mucho, porque cuando duermo, sueño. Entonces me hago amante o amanta, me quemo en el fuego fugaz de los amores de paso, soy cómico de la legua, pescador de alta mar o gitana adivinadora de la suerte: del árbol prohibido devoro hasta las hojas y bebo y bailo hasta rodar por los sueños.


Cuando despierto, estoy solo. No tengo con quien jugar, porque los ángeles me toman tan en serio, ni tengo a quien desear. Estoy condenado a desearme a mí mismo. De estrella en estrella ando vagando, aburriéndome en el universo vacío. Me siento muy cansado, me siento muy solo.

 Yo estoy solo, yo soy solo, solo por toda eternidad.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Pasatiempo


Pasatiempo

Por: Mario Benedetti



Cuando éramos niños

los viejos tenían como treinta

un charco era un océano

la muerte lisa y llana

no existía.



Luego cuando muchachos

los viejos eran gente de cuarenta

un estanque un océano

la muerte solamente

una palabra.



Ya cuando nos casamos

los ancianos estaban en cincuenta

un lago era un océano

la muerte era la muerte

de los otros.



Ahora veteranos

ya le dimos alcance a la verdad

el océano es por fin el océano

pero la muerte empieza a ser

la nuestra.

Farewell.


Farewell.

Por: Pablo Neruda.



Desde el fondo de ti, y arrodillado,
un niño triste, como yo, nos mira.
Por esa vida que arderá en sus venas
tendrían que amarrarse nuestras vidas.
Por esas manos, hijas de tus manos,
tendrían que matar las manos mías.
Por sus ojos abiertos en la tierra
veré en los tuyos lágrimas un día.

Yo no lo quiero, Amada.
Para que nada nos amarre
que no nos una nada.
Ni la palabra que aromó tu boca,
ni lo que no dijeron las palabras.
Ni la fiesta de amor que no tuvimos,
ni tus sollozos junto a la ventana.

Amo el amor de los marineros
que besan y se van.
Dejan una promesa.
No vuelven nunca más.
En cada puerto una mujer espera:
los marineros besan y se van.
Una noche se acuestan con la muerte
en el lecho del mar.

Amo el amor que se reparte
en besos, lecho y pan.
Amor que puede ser eterno
y puede ser fugaz.
Amor que quiere libertarse
para volver a amar.
Amor divinizado que se acerca
Amor divinizado que se va.

Ya no se encantarán mis ojos en tus ojos,
ya no se endulzará junto a ti mi dolor.
Pero hacia donde vaya llevaré tu mirada
y hacia donde camines llevarás mi dolor.
Fui tuyo, fuiste mía. ¿Qué más? Juntos hicimos
un recodo en la ruta donde el amor pasó.
Fui tuyo, fuiste mía. Tu serás del que te ame,
del que corte en tu huerto lo que he sembrado yo.
Yo me voy. Estoy triste: pero siempre estoy triste.
Vengo desde tus brazos. No sé hacia dónde voy.
Desde tu corazón me dice adiós un niño.
Y yo le digo adiós.


sábado, 11 de febrero de 2012

Están Ladrando Los Perros.


Están Ladrando Los Perros. Por: Luis Esteban Santos Rodríguez



Se rompe el silencio de la noche con los ladridos de los perros que cada noche hacen jauría a uno cuantos pasos de la casa de ella. Ella espera ansiosa y su corazón palpita como loco cuando escucha a los perros, se moja los labios y se truena los dedos, la espera la ha puesto vehemente. En esa noche ella brilla más que la luna, se ha puesto por tercera ocasión el par de zapatillas negras que compró seis meses atrás, el vestido negro con crema cae sobre su cuerpo perfecto de aroma vainilla del perfume que compró tres días antes, su cabello rizado y rojizo va de un lado a otro sobre sus hombros, en la muñeca de la mano derecha carga la esclava que justamente en éste día hará tres semanas de que él se la dio.



Se escuchan tres golpes en la puerta que acompañan los ladridos de los perros; como potro desbocado late el corazón de los dos, él espera unos instantes afuera de la casa, atento a cada uno de los movimientos de los perros, ella camina hacia la puerta con relajada paciencia, tratando de que la emoción se desvanezca, pero al contrario de su propósito, el corazón acelera su ritmo al tiempo en que ella extiende la mano para abrir la puerta, y la abre, el ruido insoportable de la jauría de perros que hasta la puerta llegaron para seguir ladrándole a él, es un ruido ensordecedor que hace que él dé dos pasos presurosos hacia el interior, al tiempo en que ella cierra la puerta para quedar solos.



Ya dentro, él la mira y cae en la cuenta de que la espera terminó, por fin está frente a ella como lo imaginó durante todo el día. Se saludan. -Hola,- dicen ambos al mismo tiempo en que se abrazan. Ella lo invita a sentarse y enseguida le ofrece un café. Él camina hacia el sofá y acepta la invitación.



 Así comenzó la noche para ellos, una, dos, tres tazas de café que acompañaban la charla llena de trivialidades y arrumacos cursis que acababan de endulzar el café.



Después, él la mira nuevamente, la toma de la mano, sin hablar la acaricia, primero en la mano, después en la mejilla  y aproxima su rostro lentamente al de ella, la respira, inhala suavemente como queriendo que jamás lo abandone la esencia, recorre todo el perfil de aquel rostro que permanece inmóvil y con los ojos cerrados. Coloca un beso en la mejilla, luego busca la boca hasta quedar por fin juntos labio con labio. Ella pone las manos sobre los hombros de él y él desliza las manos desde el rostro hasta la cadera de ella.



Así, entre besos y caricias pasan, uno, dos, tres minutos y ella se separa, lo toma de la mano y lo conduce por un pasillo de unos tres metros de largo, hasta llegar a una habitación. En el umbral del cuarto ella toma la iniciativa y se abalanza hacia sus labios, él recibe el beso, lo responde, luego baja al cuello, dan cuatro, cinco, seis pasos y se colocan al pie de la cama, se entregan, en ese momento para ambos ya no existe nada, ni calle, ni perros, ni ruidos, ni nervios, ya solo son ellos en la habitación que en ese instante es el universo y que ellos son la única vida que hay sobre la faz de la cama que para ellos es la tierra y se precipitan entre besos, caricias y abrazos uno contra el otro, primero con ropa, luego sin ella, sus cuerpos desnudos se aman, se entregan, acaban con el momento precioso y le sucede la vulgaridad.



Consumado el acto, quedan ambos callados en la habitación oscura; ya es la madrugada del nuevo día. Con un suspiro de cansancio se rompe el silencio, es él el que se incorpora y busca la ropa. ­­­-Me voy-. Dice con la voz firme. -¿Volverás mañana?- Pregunta la mujer que permanece inmóvil sobre la cama. Él no responde sino hasta después de un lapso de tiempo. -No lo se, ya empieza a sospechar.-  Señala mientras se abotona la camisa. -Está bien.- Dice la mujer mientras se levanta, -pero vale más que te apresures, porque otra vez están ladrando los perros.-