sábado, 11 de febrero de 2012

Están Ladrando Los Perros.


Están Ladrando Los Perros. Por: Luis Esteban Santos Rodríguez



Se rompe el silencio de la noche con los ladridos de los perros que cada noche hacen jauría a uno cuantos pasos de la casa de ella. Ella espera ansiosa y su corazón palpita como loco cuando escucha a los perros, se moja los labios y se truena los dedos, la espera la ha puesto vehemente. En esa noche ella brilla más que la luna, se ha puesto por tercera ocasión el par de zapatillas negras que compró seis meses atrás, el vestido negro con crema cae sobre su cuerpo perfecto de aroma vainilla del perfume que compró tres días antes, su cabello rizado y rojizo va de un lado a otro sobre sus hombros, en la muñeca de la mano derecha carga la esclava que justamente en éste día hará tres semanas de que él se la dio.



Se escuchan tres golpes en la puerta que acompañan los ladridos de los perros; como potro desbocado late el corazón de los dos, él espera unos instantes afuera de la casa, atento a cada uno de los movimientos de los perros, ella camina hacia la puerta con relajada paciencia, tratando de que la emoción se desvanezca, pero al contrario de su propósito, el corazón acelera su ritmo al tiempo en que ella extiende la mano para abrir la puerta, y la abre, el ruido insoportable de la jauría de perros que hasta la puerta llegaron para seguir ladrándole a él, es un ruido ensordecedor que hace que él dé dos pasos presurosos hacia el interior, al tiempo en que ella cierra la puerta para quedar solos.



Ya dentro, él la mira y cae en la cuenta de que la espera terminó, por fin está frente a ella como lo imaginó durante todo el día. Se saludan. -Hola,- dicen ambos al mismo tiempo en que se abrazan. Ella lo invita a sentarse y enseguida le ofrece un café. Él camina hacia el sofá y acepta la invitación.



 Así comenzó la noche para ellos, una, dos, tres tazas de café que acompañaban la charla llena de trivialidades y arrumacos cursis que acababan de endulzar el café.



Después, él la mira nuevamente, la toma de la mano, sin hablar la acaricia, primero en la mano, después en la mejilla  y aproxima su rostro lentamente al de ella, la respira, inhala suavemente como queriendo que jamás lo abandone la esencia, recorre todo el perfil de aquel rostro que permanece inmóvil y con los ojos cerrados. Coloca un beso en la mejilla, luego busca la boca hasta quedar por fin juntos labio con labio. Ella pone las manos sobre los hombros de él y él desliza las manos desde el rostro hasta la cadera de ella.



Así, entre besos y caricias pasan, uno, dos, tres minutos y ella se separa, lo toma de la mano y lo conduce por un pasillo de unos tres metros de largo, hasta llegar a una habitación. En el umbral del cuarto ella toma la iniciativa y se abalanza hacia sus labios, él recibe el beso, lo responde, luego baja al cuello, dan cuatro, cinco, seis pasos y se colocan al pie de la cama, se entregan, en ese momento para ambos ya no existe nada, ni calle, ni perros, ni ruidos, ni nervios, ya solo son ellos en la habitación que en ese instante es el universo y que ellos son la única vida que hay sobre la faz de la cama que para ellos es la tierra y se precipitan entre besos, caricias y abrazos uno contra el otro, primero con ropa, luego sin ella, sus cuerpos desnudos se aman, se entregan, acaban con el momento precioso y le sucede la vulgaridad.



Consumado el acto, quedan ambos callados en la habitación oscura; ya es la madrugada del nuevo día. Con un suspiro de cansancio se rompe el silencio, es él el que se incorpora y busca la ropa. ­­­-Me voy-. Dice con la voz firme. -¿Volverás mañana?- Pregunta la mujer que permanece inmóvil sobre la cama. Él no responde sino hasta después de un lapso de tiempo. -No lo se, ya empieza a sospechar.-  Señala mientras se abotona la camisa. -Está bien.- Dice la mujer mientras se levanta, -pero vale más que te apresures, porque otra vez están ladrando los perros.-

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