Están Ladrando Los Perros. Por: Luis Esteban Santos
Rodríguez
Se rompe el silencio de la noche con
los ladridos de los perros que cada noche hacen jauría a uno cuantos pasos de
la casa de ella. Ella espera ansiosa y su corazón palpita como loco cuando escucha
a los perros, se moja los labios y se truena los dedos, la espera la ha puesto
vehemente. En esa noche ella brilla más que la luna, se ha puesto por tercera
ocasión el par de zapatillas negras que compró seis meses atrás, el vestido
negro con crema cae sobre su cuerpo perfecto de aroma vainilla del perfume que
compró tres días antes, su cabello rizado y rojizo va de un lado a otro sobre
sus hombros, en la muñeca de la mano derecha carga la esclava que justamente en
éste día hará tres semanas de que él se la dio.
Se escuchan tres golpes en la puerta
que acompañan los ladridos de los perros; como potro desbocado late el corazón
de los dos, él espera unos instantes afuera de la casa, atento a cada uno de
los movimientos de los perros, ella camina hacia la puerta con relajada
paciencia, tratando de que la emoción se desvanezca, pero al contrario de su
propósito, el corazón acelera su ritmo al tiempo en que ella extiende la mano
para abrir la puerta, y la abre, el ruido insoportable de la jauría de perros
que hasta la puerta llegaron para seguir ladrándole a él, es un ruido
ensordecedor que hace que él dé dos pasos presurosos hacia el interior, al
tiempo en que ella cierra la puerta para quedar solos.
Ya dentro, él la mira y cae en la
cuenta de que la espera terminó, por fin está frente a ella como lo imaginó
durante todo el día. Se saludan. -Hola,- dicen ambos al mismo tiempo en que se
abrazan. Ella lo invita a sentarse y enseguida le ofrece un café. Él camina
hacia el sofá y acepta la invitación.
Así comenzó la noche para ellos, una, dos,
tres tazas de café que acompañaban la charla llena de trivialidades y arrumacos
cursis que acababan de endulzar el café.
Después, él la mira nuevamente, la
toma de la mano, sin hablar la acaricia, primero en la mano, después en la
mejilla y aproxima su rostro lentamente
al de ella, la respira, inhala suavemente como queriendo que jamás lo abandone
la esencia, recorre todo el perfil de aquel rostro que permanece inmóvil y con
los ojos cerrados. Coloca un beso en la mejilla, luego busca la boca hasta
quedar por fin juntos labio con labio. Ella pone las manos sobre los hombros de
él y él desliza las manos desde el rostro hasta la cadera de ella.
Así, entre besos y caricias pasan,
uno, dos, tres minutos y ella se separa, lo toma de la mano y lo conduce por un
pasillo de unos tres metros de largo, hasta llegar a una habitación. En el
umbral del cuarto ella toma la iniciativa y se abalanza hacia sus labios, él
recibe el beso, lo responde, luego baja al cuello, dan cuatro, cinco, seis
pasos y se colocan al pie de la cama, se entregan, en ese momento para ambos ya
no existe nada, ni calle, ni perros, ni ruidos, ni nervios, ya solo son ellos
en la habitación que en ese instante es el universo y que ellos son la única
vida que hay sobre la faz de la cama que para ellos es la tierra y se
precipitan entre besos, caricias y abrazos uno contra el otro, primero con
ropa, luego sin ella, sus cuerpos desnudos se aman, se entregan, acaban con el
momento precioso y le sucede la vulgaridad.
Consumado el acto, quedan ambos
callados en la habitación oscura; ya es la madrugada del nuevo día. Con un
suspiro de cansancio se rompe el silencio, es él el que se incorpora y busca la
ropa. -Me voy-. Dice con la voz firme. -¿Volverás mañana?- Pregunta la mujer
que permanece inmóvil sobre la cama. Él no responde sino hasta después de un
lapso de tiempo. -No lo se, ya empieza a sospechar.- Señala mientras se abotona la camisa. -Está
bien.- Dice la mujer mientras se levanta, -pero vale más que te apresures, porque
otra vez están ladrando los perros.-
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